martes, 30 de julio de 2013

Y normales...

En otra entrada anterior os hablaba de subnormales. Hoy os quiero hablar de los "normales", que según lo que entiende Wang, son aquellas personas y familias que no son usuarios habituales de los servicios sociales


Hablando el otro día con Wang sobre algunas noticias le cuestionaba la diferenciación que hacía entre "usuarios de servicios sociales" y "gente normal". Le pregunté de donde había sacado semejante idea y él me miraba como si le estuviese hablando en chino, digo en sueco.

Me explicaba que, según lo que él estaba viendo en nuestro país, todo el mundo hacía esa diferenciación. La mayoría de políticos, periodistas y muchos profesionales del sector la hacen. Y por supuesto, la población general.

Y pensándolo bien, tiene razón. A diferencia de otros Sistemas Públicos de Protección Social, como el Educativo o el Sanitario, de los cuales todo el mundo se siente usuario o susceptible de serlo en algún momento, no ocurre asi con el de Servicios Sociales. 

Creo que uno de nuestros "debes" es haber perdido la batalla de la universalidad. No hemos sabido construir ni defender nuestro sistema dirigido a toda la población, y lamentablemente se asocia con prestaciones y servicios dirigidos a gente marginal y desfavorecida. Reflexionaba sobre ello hace unos meses en esta entrada Universalidad, ¿realidad o ficción?.

Os manifiesto mi perplejidad ante los debates que están surgiendo en torno a las Rentas Mínimas y las Ayudas de Urgencia. Con frecuencia oigo a algún político e incluso algún profesional que argumenta algún cambio normativo o presupuestario "para que puedan acceder a las mismas familias normales". Explican que, con motivo de la crisis, muchas familias "normales" están atravesando situaciones de necesidad y hay que adaptar las prestaciones a ellas.

Esta argumentación lleva implícita el estigma y la marca de contexto a que hacía referencia antes. Una familia "normal" es la que no necesita servicios ni prestaciones sociales. Pues vale. Entonces, las familias y personas que han accedido a las mismas hasta ahora ¿qué eran?. ¿Anormales? ¿Subnormales? Tal vez ¿paranormales?

Tal vez en nuestra sociedad hayan calado demasiado los conceptos funcionalistas de "normalidad" y de "desviación social" o tal vez sea que nuestro sistema de servicios sociales se haya edificado de una manera precaria y subsidiaria. Tal vez haya un poco de todo, pero lo cierto es que lo que piensa Wang está muy extendido entre la sociedad.

La población general suele desconocer las múltiples tareas y prestaciones que desarrollamos los servicios sociales. No voy a enumerarlos, pero me preocupa que se nos asocie unicamente con una prestación: la garantía de medios para la subsistencia, que personalmente opino que no es competencia exclusiva de nuestro sistema, sino que debía garantizarse de una manera más general.

La asociación entre servicios sociales-pobreza-subsistencia está demasiado presente en nuestro imaginario colectivo y creo que esto le hace un flaco favor al sistema. Mientras siga siendo así, será fácil, como lamentablemente está ocurriendo, acabar con las políticas sociales.

Y como hace mucho que no acababa una entrada con un vídeo, os dejo con esta vieja canción de Rosendo, que no tiene mucho que ver con el tema pero tiene buen rollo, que falta nos hace.



jueves, 25 de julio de 2013

Compasión en Galicia

La compasión, literalmente "sufrir juntos", "tratar con emociones ...", simpatía) es un sentimiento humano que se manifiesta a partir del sufrimiento de otro ser. Más intensa que la empatía, la compasión describe el entendimiento del estado emocional de otro, y es con frecuencia combinada con un deseo de aliviar o reducir su sufrimiento.

 

por mariag. en flickr
Toda España está angustiada, golpeada, dolorida y apenada ante el trágico accidente de tren sucedido en Galicia. Son innumerables las muestras de dolor, reconocimiento y cariño hacia las victimas y familiares. En estos tiempos tan difíciles, reconforta un poco saber que  no hemos perdido la capacidad de compasión.

Compasión que he creido ver hasta en algunos políticos. Esos mismos que recortan las ayudas a dependientes, los servicios sociales a los más desfavorecidos y someten a la población a unos ajustes inmisericordes, sin importarles demasiado el sufrimiento que causan. Esta vez están llorando. En los rituales de comparecencias, declaraciones y visitas que nuestros políticos realizan cuando sucede un hecho tan mediático, se les ve francamente afectados.Tal vez aún quede un poco de calor en sus austeros corazones de hielo.

Tal vez cuando pasen unos días y se vaya atenuando el golpe recibido, cuando vuelvan a tener que tomar decisiones sobre política social y cuando hagan números con los presupuestos que destinan a dependencia, infancia maltratada, violencia contra la mujer, servicios sociales... puedan volver a conectar con el sentimiento de dolor que hoy les embarga y entiendan el sufrimiento que pueden causar sus decisiones. 

Tal vez así esta desgracia tan gratuita, tan injusta y tan dolorosa no haya sido del todo en vano.

Envío desde aquí un fuerte abrazo a todas las víctimas y familiares y a todas las personas de buen corazón que hoy están condolidas por esta desgracia.


lunes, 22 de julio de 2013

Subnormales

Entre algunas joyas históricas que conservamos en nuestro Centro de Servicios Sociales, hay una que siempre me ha llamado la atención. Se trata de una placa que la Asociación Protectora de Subnormales entregó a una empresa de nuestra localidad por haber contribuido en una cuestación (supongo que generosamente) que se realizó.

 

Aquí os pongo la fotografía de la placa y enseguida os explico por qué os hablo de ella.

Para mí esta placa resume un modo de hacer y de entender la acción social muy determinado, el que correspondía a los años en que se desarrollaba. Principalmente en dos sentidos. El primero de ellos tiene que ver con los destinatarios de la misma: los subnormales. La acción social de aquella época tenía poco que ver con los derechos sociales, la solidaridad o la justicia social. Tenía más que ver con la caridad y la conmiseración, se ejercía verticalmente por parte de las capas de la sociedad "superiores" hacia los que se consideraban "inferiores", en este caso subnormales, en otros, pobres, enfermos o marginados.

El otro asunto al que me refiero es a la forma en que se organizaba, mediante cuestaciones, esto es, recaudando fondos (limosnas se llamaban entonces) para sacar adelante los proyectos. Me resulta curioso observar las similitudes de este sistema con otros que nos parecen tan modernos ahora, como por ejemplo el crowfunding.

La placa es de 1973 y como os digo representa para mí toda una forma de entender la acción social. Contextualizada en el momento histórico en que se desarrollaba, en esa España tardofranquista, esas iniciativas tuvieron su razón de ser y desarrollaron sin duda una labor importante en la protección de los débiles, dejando en algunos casos el germen de lo que luego sería una acción social más moderna.

 

El verdadero problema es que ese modelo, probablemente el único que podía desarrollarse dentro de un estado dictatorial como la España de aquellos años, con todas sus carencias económicas y culturales, es el modelo que quiere imponerse ahora.

 

Es un modelo añorado por parte de una sociedad que todavía no se ha deshecho del todo de los valores que lo inspiraron. Es además un modelo que interesa a las élites económicas gobernantes, que pueden dedicar sus presupuestos a otras cosas más "productivas". El desmontaje de la Ley de Dependencia y del Sistema de Servicios Sociales son cuestiones ideológicas que responden a estos intereses.


Así que bienvenidos de nuevo a 1973. La España donde la solidaridad se ejerce mediante la limosna y donde al discapacitado intelectual se le llama subnormal. Como es debido y como ha sido siempre.

martes, 9 de julio de 2013

Sobre el caso de Inés

Mi entrada sobre el caso de Inés, "El olor de la injusticia",  ha generado una serie de comentarios que me han hecho reflexionar sobre el Sistema de Servicios Sociales, el papel de los trabajadores sociales en el mismo y algunas consideraciones éticas

 

En primer lugar, gracias a todos los que habéis comentado la entrada, tanto aquí como en el facebook o twitter. Es todo un privilegio poder conversar con vosotros y una oportunidad para seguir aprendiendo.

La primera de las reflexiones que estos comentarios me han sugerido es sobre uno de los principios básicos de nuestra profesión: la autodeterminación. Nuestro código deontológico la define como la "expresión de la persona y por tanto de la responsabilidad de sus acciones y decisiones". En este caso se intentó siempre respetarla, pero la cuestión se vuelve difusa cuando las personas, como ocurrió con Inés, se quedan sin voz para poder manifestar lo que desean o sin capacidad para tomar decisiones.

Sísifo, por Franz von Stuck.
Personalmente es un principio que intento siempre tener en cuenta en mi práctica profesional, y que considero que a veces tiene su dificultad. Como bien señala Gordon Hamilton en su libro "Teoría y práctica de Trabajo Social de Casos": "lo más dificil de todo es comprender que para una persona salga adelante psicologicamente, debe permitírsele que lo haga no sólo por sus propios esfuerzos, sino de acuerdo con su propio modo de ser". (pg. 44). Este clásico de nuestra profesión señala a continuación: "el trabajador ha de calcular también el grado de ayuda propia que puede esperarse del cliente. No todos son capaces de bastarse a sí mismos, y la ayuda que el trabajador ha de prestar está en relación inversa con las posibilidades del cliente. Los niños, los enfermos, los ancianos y los débiles mentales necesitan más cuidados, protección y activa interferencia que aquellas personas que están en mejor disposición para autoconducirse".

En el caso que os relataba llegó un momento que consideré que debía proporcionar a esa anciana un alojamiento distinto para que pasase sus últimos días, lo que, equivocadamente o no, no me pareció que estuviese vulnerando sus deseos. No lo consegui y en aquel momento sentí que era injusto (me lo sigue pareciendo ahora, desde la distancia temporal que me separa ya de la historia) que las instituciones sanitarias y sociales a las que apelé consideraran que Inés no debía ocupar una de sus plazas ante lo próximo de su fallecimiento.

La segunda reflexión tiene que ver con la dignidad. Creo que todos tenemos derecho a bien vivir, pero también a bien morir. Y el bienestar de Inés ante su muerte estaba muy en entredicho. Los días que pasó agonizando en la cama de la precaria vivienda que habitaba tuvo como única compañia a la auxiliar de hogar que os contaba y esporadicamente las visitas que el médico de cabecera o yo le hacíamos. Si tuvo algo de dignidad en esos momentos, si no murió envuelta en sus propias heces o vómitos fue gracias a esa auxiliar de hogar. Sobrepasando los límites de su profesión y sin ninguna obligación de hacerlo, se quedaba prácticamente a vivir con Inés. Pasaba las noches con ella, se llevaba su ropa a lavar, la limpiaba, intentaba alimentarla y la cuidaba. Se convirtió en su enfermera y en su única compañía.

La precaria dignidad con la que murió Inés no se la proporciornó el sistema sanitario o el de servicios sociales. Se la proporcionó una mujer abnegada, fue fruto de la compasión humana, y no de los derechos sociales. Fue, en suma, caridad. Lo que no está mal, pero no es el sistema en el que creo.

Lo cual me lleva a la tercera de mis reflexiones. Estoy muy harto, demasiado harto a veces, que las carencias del sistema de servicios sociales, que la garantía de muchos derechos sociales de las personas tengan que estar en función de la sobreimplicación, del sobreesfuerzo y de la abnegación de los profesionales del sistema. Lo he dicho muchas veces: no somos héroes. Y veo con frecuencia que el sistema funciona gracias a que los profesionales suplen con su implicación personal las limitaciones del mismo. Y creo que es injusto. Injusto para esos profesionales, pero sobre todo injusto para la ciudadanía.

He tenido el privilegio de participar en la creación del sistema de servicios sociales de atención primaria en el medio rural casi desde sus inicios. He visto como el sistema, ese que ahora va a desmontarse con la reforma local, se desarrollaba gracias al esfuerzo de muchos profesionales, implicados en el mismo mucho más de lo exigible, mucho más de lo razonable. Hemos compatibilizado la atención de casos, de grupos y la intervención comunitaria. Atendíamos casos por la mañana, por la tarde quedábamos con algún grupo o visitabamos algún caso y por la noche teníamos reuniones y asambleas. Hemos acabado de trabajar muchos días a la una de la madrugada y cuando al día siguiente comenzábamos a trabajar a las nueve en vez de a las ocho, como el resto de funcionarios, no faltaba el comentario despectivo de algún compañero o concejal sobre los privilegios que teníamos.

Pero así se construyó el sistema. Este que ahora no se reconoce, ni se valora. Este que ahora se va a mercantilizar, a poner precio. Cómo si pudieran traducir a euros el compromiso, la ilusión y el proyecto que teníamos.

Y esa ha sido nuestra trampa. Porque lo seguimos haciendo. Porque si muchos servicios y proyectos funcionan no es por su estructura, organización y planificación, sino porque hay profesionales que se implican hasta en lo personal en ellos.

 Y ya disculparéis los que habéis tenido la paciencia de leer hasta aquí. Pero tengo una cuarta reflexión. Lo resumiré para que lo entendáis rápido. Si Inés hubiese tenido un sobrino concejal, hubiese terminado sus días en una residencia, con sábanas limpias, cuidada por auxiliares de enfermería y atendida varias veces al día por los servicios médicos. No tengo ninguna duda.

Porque veo con excesiva frecuencia cómo el sistema tiene dos velocidades. La de la gente normal, que sólo tiene su voz y la que le ponemos nosotros para intentar garantizar sus derechos y la de los amigos del poder, que se saltan todas las normas, informes y prescripciones técnicas para acceder a los recursos.

En estos tiempos de inhumanos recortes, de dificultad de acceso a las prestaciones y servicios, ésta es la verdadera reforma local que me parece necesaria. Acabar con los políticos que gestionan los recursos como si fuesen su cortijo, en el que hacen y deshacen a su antojo. Pero eso es otro tema, del que también tengo unas cuantas historias. Tal vez algún día os las cuente. Mientras tanto, gracias por vuestra atención y sobre todo, por vuestros comentarios y reflexiones..

viernes, 5 de julio de 2013

El olor de la injusticia

Últimamente ando un poco en plan "abuelo Cebolleta", rememorando algunos casos que me tocó atender en mis comienzos como trabajador social. El otro día me sorprendí contándole a Wang el caso que os voy a relatar.


Fue un caso que atendí con el entusiasmo y la inexperiencia propia de quien comenzaba en la profesión. Inés era una anciana de edad indefinida, de esas de las que casi podíamos decir que siempre habían sido ancianas, que no habían tenido juventud, ni niñez. Probablemente hubiese sido así, en la España en la que vivieron no había lugar para muchos niños ni jóvenes.

Vivía en los bajos de una casa vieja, prácticamente en ruinas, en las afueras del pueblo, sin apenas el equipamiento básico para sobrevivir. Un grifo con un lavabo en la única habitación que hacía las veces de cocina, dormitorio, salón y despensa. Una cama en un rincón y dos sillas desvencijadas con una mesa camilla en el otro. Un gran armario ocupaba casi por completo una de las paredes y en la otra tan sólo un minúsculo ventanuco que apenas iluminaba la habitación. 

A pesar de no tener baño ni luz eléctrica, ni la anciana ni la casa estaban sucias. Lo que sí transmitían ambas era una amarga tristeza. Una gran pesadumbre te envolvía en cuanto entrabas en la casa, recuerdo perfectamente la sensación.

Inés no tenía historia. Siempre había vivido allí. No se le conocía familia y siempre había sobrevivido con una  mísera pensión de orfandad. Ella tan sólo nombraba a una sobrina que tenía en Barcelona y que decía que solía ir a visitarla y ayudarle. Los vecinos nunca la vieron. Apenas hablaba ni tenía relaciones con nadie. De vez en cuando salía a comprar a la tienda del pueblo y una vez al año, para la Fiesta Mayor, se le veía sentada en uno de los bancos de la Iglesia.

Poco a poco, las enfermedades y los años comenzaron a pesarle demasiado. Como sucede en los pueblos pequeños, los vecinos, preocupados por lo que para ellos era una evidente necesidad de cuidados para la anciana, nos llamaron. Pero Inés no quería ayuda de nadie. Tuve que visitarla muchas veces para que, (supongo que aquel día la pillé desprevenida), aceptase el servicio de ayuda a domicilio. Lo disfrutó poco. A mí me sorprendía entonces que lo que más valoraba de la auxiliar es que la ayudaba a peinarse y "ponerse guapa", como solía decir.

Un día Inés enfermó gravemente y quedó en la cama. Los servicios médicos no consideraron su ingreso en un hospital (era inmiente su muerte) y yo intenté que pasase sus ultimos días en una residencia, sin conseguirlo. La auxiliar de hogar que la atendía se convirtió en su única compañía en esos momentos. Olvidándose de horarios, la auxiliar se comprometió con ella y pasaba muchas más horas de las asignadas con Inés. Yo pasaba todas las mañanas a verla y en una de esas visitas, Inés murió.

Nunca había visto morir a nadie, y me sorprendió la manera en que lo hizo. Ines simplemente exhaló un suspiro y la auxiliar dijo "me parece que ha muerto". Acercándole un espejo a la cara, se cercioró de que no respiraba. Llamamos a los servicios médicos, quienes certificaron la muerte.

A la auxiliar y a mí, lo comentamos luego en muchas ocasiones, nos embargó una gran tristeza. Inés no merecía una muerte así. Siempre he pensado que ni los servicios sanitarios ni los servicios sociales estuvimos a la altura que Inés necesitaba. Se merecía una muerte más digna, en un hospital o residencia, donde pudieran garantizarle los cuidados  que precisaba en esos momentos.

Pero no los obtuvo. Para la administración sanitaria y social de aquellos años dedicar una cama de hospital o residencia para esa anciana prácticamente desconocida y sin familiares, era un gasto innecesario.

En estos tiempos de recortes en los servicios, cuando la gente enferma, dependiente o necesitada, parece no importar; cuando las personas se sitúan detrás de lo que cuesta atenderlas y su bienestar se mide en términos de rentabilidad yo me acuerdo muchas veces del caso de Inés.

Porque estoy viendo que en España estos casos cada vez son más frecuentes. Porque cada vez hay más personas abandonadas a su suerte. Porque no importan, porque no son rentables o sostenibles para el sistema.

Porque este país me huele cada vez como la casa de Inés. A opresión, a injusticia, a tristeza, a oscuridad y pesadumbre.

Yo con Inés fracasé. Pero desde entonces sigo luchando y confiando en que llegará un día en que no sucederán más casos como el de ella y que las personas vivirán (y morirán) con la dignidad que se merecen.