Wang está preocupado por la crisis del coronavirus. Muchos de sus familiares, allí en China, se encuentran recluidos en sus casas y le cuentan cómo las personas intentan tener el menor contacto posible unos con otros para evitar contagios.
Ello nos ha permitido a Wang y a
mí tener unas conversaciones muy interesantes sobre el aislamiento y las
relaciones humanas.
Yo le explicaba que la mayoría de
situaciones de sufrimiento que atendemos en servicios sociales tienen un
componente relacional importante, que frecuentemente no consideramos.
Cuando una persona está
atravesando una situación de dificultad sus redes familiares y sociales suelen
estar rotas, o al menos, presentar fallas importantes. Reconstruir y normalizar
esas redes es algo que difícilmente nos planteamos abordar, centrándonos más
bien en proporcionar recursos materiales (prestaciones económicas, vivienda…)
en la confianza de que una vez facilitados estos recursos cesarán los
problemas.
En mi experiencia, rara vez
sucede así. El sustrato relacional, la calidad de las interacciones de una
persona con su red familiar, vecinal y comunitaria constituye un elemento
fundamental para su bienestar. Si no se diagnostica y repara correctamente, la
relación de ayuda servirá de más bien poco y el riesgo de que los problemas se
cronifiquen será muy alto.
Creo que en cualquier situación
de dependencia, pobreza, violencia, conflicto… el primer objetivo debe ser la
reparación de esas redes relacionales. El resto serán meros instrumentos (a
veces imprescindibles) pero que si se desconectan de esa reparación relacional
no servirán para nada. Frecuentemente dinero tirado a la basura.

El problema es que este trabajo
de reconexión y de integración relacional depende de dos elementos
fundamentales: la técnica y el contexto.
Sobre la primera sólo diré que un
trabajo a este nivel requiere de una alta capacitación. No es un trabajo
sencillo, ni pueden realizarlo profesionales aislados.
Sobre el contexto, creo que la
principal dificultad es cultural. Desde el postmodernismo todo está consagrado
al individuo como unidad natural y suficiente y consecuentemente eso es lo que
inspira toda la política social: actuaciones dirigidas al individuo, cargadas
de atribuciones a la responsabilidad individual o a la subsanación de problemas
de cada persona, descontextualizada (valga la redundancia) de su contexto.
Cuando comencé a trabajar, para
ayudar a una persona era imprescindible (no había casi nada más) recurrir a la
solidaridad y a la ayuda mutua de su familia o sus vecinos. Redes que en muchas
ocasiones funcionaban autónomamente y que simplemente requerían de una pequeña
intervención de activación para que los problemas se corrigiesen. El resto de intervenciones eran apoyos a la principal, accesorios que manejábamos con mucho cuidado de no generar dependencias, cronicidades o sustitución de capacidades.
Poco a poco comenzamos a cambiar
de estrategia. Los accesorios ocuparon el lugar principal. Se empezaron a definir obligaciones y derechos individuales y en
ese trabajo arrasamos con todas esas redes de apoyo que las personas tenían.

La lógica de tal planteamiento es
contundente. Los efectos para las personas, familias y comunidades, también.
Personas cada vez más aisladas,
con redes familiares y sociales extremadamente inestables y lábiles.
O reaccionamos ya y nos ponemos a
revertir la situación, o no hará falta ningún virus para que el futuro
distópico que se anticipa con todas esas personas aisladas en sus casas,
protegidas de toda relación con el otro por mascarillas se haga realidad.