domingo, 30 de junio de 2019

De perogrullo

Arrastramos en Servicios Sociales paradigmas de intervención muy arraigados. Uno de los principales es el que dice que la modificación de las circunstancias y condiciones socioeconómicas de la gente previene o soluciona los problemas de inclusión social de las personas.


No vendré yo a negar semejante paradigma. Es de perogrullo que si las personas acceden a un nivel económico tal que les permite el acceso a una vivienda digna y a satisfacer sus necesidades básicas primarias el riesgo de exclusión social se reduce drásticamente.

Es una lógica común que viene a decir que reducir la pobreza reduce la exclusión social. Y como reducir la pobreza es un asunto básicamente de dinero, en el fondo de lo que se trata en política social es de proporcionar recursos económicos suficientes a las personas.  Idealmente esto debería hacerse mediante el empleo, pero como éste ha quebrado en cuanto a esta función, la alternativa natural es hacerlo mediante prestaciones del sistema de servicios sociales. 

Es obvio que hay otras alternativas, como realizar esta redistribución de la riqueza mediante la política fiscal, o mediante prestaciones de otros sistemas públicos, pero también es innegable que hacerlo así tiene sus ventajas, sobre todo de legitimación y control social.

Y así andamos en Servicios Sociales, entregados a la tarea de gestionar esas prestaciones económicas que tanto necesitan las personas en situación o riesgo de exclusión social. Un diseño básico que cierra el círculo problema-solución o necesidad-recurso: subvenir las carencias.

Fin de la historia.

O quizá no.

Porque asentar la política social en cuestiones de perogrullo y de lógica común es tentador, pero probablemente la intervención social requiera de paradigmas asentados en criterios profesionales, más que en los comunes.

Es curioso observar cómo estos paradigmas profesionales han sido abandonados progresivamente en el Sistema de Servicios Sociales, sustituidos por generalizaciones simples que han convertido la intervención social dentro del mismo en una especie de beneficencia maquillada, una asistencia social que apenas supone avance alguno respecto a la caridad o la filantropía.

La responsabilidad de esta sustitución tiene muchos actores, pero creo que desde el Trabajo Social debemos asumir una cuota bastante importante. Aunque este es otro tema.

Como ejemplo de los criterios profesionales que se han abandonado pondré uno: aquel que decía que la intervención profesional debía tener como objetivo que las personas por sí solas pudieran llegar a solucionar sus problemas.

Hoy apenas se asientan intervenciones profesionales en este criterio. Hemos asumido los procesos de delegación y desresponsabilización que de modo imparable se han instaurado y se ha desplazado la responsabilidad sobre los problemas y las soluciones, traspasándose de las personas y familias hacia los profesionales y el sistema.

El resultado es la cronificación de muchas situaciones, personas y familias cada vez más debilitadas en sus capacidades y, en general, imposibilitadas para salir del círculo de la exclusión social (con todos sus riesgos añadidos: violencia, salud mental, deterioro relacional...) a pesar de contar con más recursos económicos.

Y es que con demasiada frecuencia observamos en nuestro sistema como se da el viejo dicho: -¿La operación? -Un éxito. -¿El paciente? -Murió.


miércoles, 5 de junio de 2019

Monarquía o república, o de cómo convertirnos en súbditos

Me declaro abiertamente republicano; esto es, que considero que el poder sobre los asuntos públicos ha de ejercerse por la representación elegida y temporal de los ciudadanos y no de forma indefinida por una persona que no ha sido escogida.


Y no, no me refiero a la actual forma de nuestro gobierno, esa monarquía parlamentaria en la que el Rey Felipe de Borbón tiene un caracter representativo. Preferiría, naturalmente, que esa representación fuera también elegida por los ciudadanos, pero me parece en estos momentos un asunto menor. De cierto carácter simbólico, pero menor.

Porque yo quiero referirme especialmente a los reyes que sí gobiernan. Que básicamente son las grandes corporaciones empresariales y financieras, que imponen sus agendas sobre lo que puede o no puede hacerse en nuestro país y a quien hay que beneficiar y a quien no. Con los resultados por todos conocidos: el incremento de la desigualdad y del número de pobres (paralelo al incremento del número de ricos).

Y entre todos estos reyes sobresale, por su carácter también simbólico y mediático, Amancio Ortega, el dueño de la todopoderosa empresa Inditex, a quien hace un par de años, con motivo de las primeras noticias sobre las donaciones que había hecho a la sanidad pública, declaré como Amancio I "El benefactor".

A través de aquellas donaciones fuimos conscientes de la verdadera forma de nuestro Estado: la monarquía filantrópico-caritativa.

En esta monarquía ya no son los ciudadanos quienes eligen las prioridades en el gasto social, o las necesidades que hay que atender. Estas van a venir marcadas por el capricho del Rey, que decidirá si se atiende el cáncer o la discapacidad intelectual, la pobreza infantil o la violencia contra la mujer, la investigación sobre enfermedades raras o sobre nuevos fármacos para la depresión...

Como todo ejercicio de poder caprichoso y absolutista, tiene diversos efectos para los súbditos que lo reciben. En el caso de este tipo de donaciones, no pueden rechazarse (¿quién dice que no a unos aparatos que pueden salvar vidas?) pero tampoco deberían aceptarse, pues implica que un capricho individual decide cómo abordar un problema público. Se trata en el fondo de una situación doblevincular, tal como fue definida por el antropólogo Gregory Bateson, en la cual dos premisas contradictorias exigen que se resuelva un problema inevitablemente irresoluble.

Y como es propio de estas situaciones doblevinculares, tampoco es posible señalar o criticar la contradicción, pues el estigma social asociado a la crítica exige que se asuma presentarse como un desalmado insensible al sufrimiento de las personas que sufren cáncer.

Esta monarquía absolutista filantrópico-caritativa utiliza varios disfraces, sabedora de que si se presenta con su verdadera fachada puede llamar a la revolución (y de todos es sabido que los cuellos de los reyes no se llevan bien con las revoluciones). Prefiere presentarse, por ejemplo, por "colaboración público-privada", un auténtico eufemismo con el que se defiende que aquello que no puede hacer lo público por sus limitaciones presupuestarias, se haga desde lo privado, bien desde la iniciativa social organizada o bien desde la acción social de distintas entidades.

Otro día hablaremos de las entidades "sin ánimo de lucro", asumiendo cada vez más responsabilidades en la atención de las necesidades  y sustituyendo funciones que deberían ser responsabilidad pública, o de las subvenciones mediante las cuales el Estado proclama incentivar las líneas prioritarias en dicha atención cuando lo que en el fondo está haciendo es desresponsabilizarse de las mismas.

Lo que está en el fondo es la desaparición del Estado del Bienestar, asentado en eso que nuestra Constitución define como Estado Social y democrático de Derecho y que, como estamos viendo, se está sustituyendo por esa Monarquía Filantrópico-Caritativa.

Han triunfado las tesis que defienden un Estado cada vez más pequeño, despreocupado de los asuntos públicos que suponen atender las necesidades de los ciudadanos, las cuales quedan en manos de la solidaridad ciudadana o de la magnanimidad de los poderosos. Una sociedad convencida de que esto es un avance tiene poca capacidad para cambiar esta deriva.

Wang, como buen ex-guerrero Tai-Ping, dice que la única forma de cambiarla es la revolución. Yo estoy de acuerdo, pero no veo posible la misma. Así que tal vez el único camino que nos quede sea unirnos al clamor popular y gritar ¡VIVA EL REY!, mientras esperamos vientos más favorables.

Y es que para recorrer el camino de ciudadanos a súbditos la verdad es que no hacía falta tanto viaje.