miércoles, 5 de junio de 2019

Monarquía o república, o de cómo convertirnos en súbditos

Me declaro abiertamente republicano; esto es, que considero que el poder sobre los asuntos públicos ha de ejercerse por la representación elegida y temporal de los ciudadanos y no de forma indefinida por una persona que no ha sido escogida.


Y no, no me refiero a la actual forma de nuestro gobierno, esa monarquía parlamentaria en la que el Rey Felipe de Borbón tiene un caracter representativo. Preferiría, naturalmente, que esa representación fuera también elegida por los ciudadanos, pero me parece en estos momentos un asunto menor. De cierto carácter simbólico, pero menor.

Porque yo quiero referirme especialmente a los reyes que sí gobiernan. Que básicamente son las grandes corporaciones empresariales y financieras, que imponen sus agendas sobre lo que puede o no puede hacerse en nuestro país y a quien hay que beneficiar y a quien no. Con los resultados por todos conocidos: el incremento de la desigualdad y del número de pobres (paralelo al incremento del número de ricos).

Y entre todos estos reyes sobresale, por su carácter también simbólico y mediático, Amancio Ortega, el dueño de la todopoderosa empresa Inditex, a quien hace un par de años, con motivo de las primeras noticias sobre las donaciones que había hecho a la sanidad pública, declaré como Amancio I "El benefactor".

A través de aquellas donaciones fuimos conscientes de la verdadera forma de nuestro Estado: la monarquía filantrópico-caritativa.

En esta monarquía ya no son los ciudadanos quienes eligen las prioridades en el gasto social, o las necesidades que hay que atender. Estas van a venir marcadas por el capricho del Rey, que decidirá si se atiende el cáncer o la discapacidad intelectual, la pobreza infantil o la violencia contra la mujer, la investigación sobre enfermedades raras o sobre nuevos fármacos para la depresión...

Como todo ejercicio de poder caprichoso y absolutista, tiene diversos efectos para los súbditos que lo reciben. En el caso de este tipo de donaciones, no pueden rechazarse (¿quién dice que no a unos aparatos que pueden salvar vidas?) pero tampoco deberían aceptarse, pues implica que un capricho individual decide cómo abordar un problema público. Se trata en el fondo de una situación doblevincular, tal como fue definida por el antropólogo Gregory Bateson, en la cual dos premisas contradictorias exigen que se resuelva un problema inevitablemente irresoluble.

Y como es propio de estas situaciones doblevinculares, tampoco es posible señalar o criticar la contradicción, pues el estigma social asociado a la crítica exige que se asuma presentarse como un desalmado insensible al sufrimiento de las personas que sufren cáncer.

Esta monarquía absolutista filantrópico-caritativa utiliza varios disfraces, sabedora de que si se presenta con su verdadera fachada puede llamar a la revolución (y de todos es sabido que los cuellos de los reyes no se llevan bien con las revoluciones). Prefiere presentarse, por ejemplo, por "colaboración público-privada", un auténtico eufemismo con el que se defiende que aquello que no puede hacer lo público por sus limitaciones presupuestarias, se haga desde lo privado, bien desde la iniciativa social organizada o bien desde la acción social de distintas entidades.

Otro día hablaremos de las entidades "sin ánimo de lucro", asumiendo cada vez más responsabilidades en la atención de las necesidades  y sustituyendo funciones que deberían ser responsabilidad pública, o de las subvenciones mediante las cuales el Estado proclama incentivar las líneas prioritarias en dicha atención cuando lo que en el fondo está haciendo es desresponsabilizarse de las mismas.

Lo que está en el fondo es la desaparición del Estado del Bienestar, asentado en eso que nuestra Constitución define como Estado Social y democrático de Derecho y que, como estamos viendo, se está sustituyendo por esa Monarquía Filantrópico-Caritativa.

Han triunfado las tesis que defienden un Estado cada vez más pequeño, despreocupado de los asuntos públicos que suponen atender las necesidades de los ciudadanos, las cuales quedan en manos de la solidaridad ciudadana o de la magnanimidad de los poderosos. Una sociedad convencida de que esto es un avance tiene poca capacidad para cambiar esta deriva.

Wang, como buen ex-guerrero Tai-Ping, dice que la única forma de cambiarla es la revolución. Yo estoy de acuerdo, pero no veo posible la misma. Así que tal vez el único camino que nos quede sea unirnos al clamor popular y gritar ¡VIVA EL REY!, mientras esperamos vientos más favorables.

Y es que para recorrer el camino de ciudadanos a súbditos la verdad es que no hacía falta tanto viaje.


3 comentarios:

  1. Eduardo Arrizabalaga6 de junio de 2019, 18:09

    Buenas tardes.

    No puedo estar más de acuerdo con este artículo, lo más triste es que esta sí que es una monarquía consentida por el pueblo, no hay más que leer las alabanzas al "señor" Amancio. En cuanto a lo de la revolución, como dijo Arturo Perez Reverte en una entrevista con Jordi Evole: “Si ahora hubiera una revolución en la calle la gente saldría para ver si le han quemado su coche lo primero”.

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  2. De acuerdo con el artículo salvo en lo del único camino.

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