Proliferan últimamente por las redes manifestaciones de distintas personas, incluidas algunos cargos políticos, profiriendo mensajes de odio hacia los que tienen una ideología diferente de la suya.
La verdad es que asusta. Que
alguien pueda desear la muerte de otro, simplemente por defender otras ideas
distintas, no deja de situarnos ante una dimensión del ser humano que a veces
tendemos a no considerar: la maldad.
Venía yo reflexionando con Wang
sobre esto y le contaba lo mucho que me cuesta trabajar con personas que están
dañando a otras, muchas veces inconscientemente y otras con una clara
conciencia del mal que están produciendo.
Para mí, el trabajo con estas personas
(les adjetivaré inadecuadamente como “malas” para hacer más fácil la
reflexión), es un reto central en mi ejercicio profesional. Los dilemas éticos
y las dificultades técnicas en la intervención suponen un auténtico desafío.
¿Cómo trabajar con personas que,
pongo por caso, son víctimas de una situación de violencia, o se encuentran en
una situación de necesidad de otro tipo (subsistencia, vivienda, empleo, otros
recursos…) y al mismo tiempo son capaces de infringir un profundo y consciente
daño a miembros de su propia familia?
Porque en esta situación, como en
todas, las cosas no son blancas o negras. Es infinita la gradación de grises
que podemos encontrar, y cada uno de ellos requerirá de técnicas e
intervenciones específicas.
En un pensamiento simplificador,
las personas son buenas o malas. De este modo podemos dividirlas fácilmente en
víctimas y agresores, competentes o negligentes, cooperadores o resistentes y así
otro montón de categorías más.
Con el mismo pensamiento simplificador,
la intervención también puede hacerse con la misma facilidad: proteger a la
víctima-castigar al agresor, favorecer al competente-denegar al negligente, etc…
Pero las cosas, como digo, no son
nunca tan claras. Con frecuencia vemos víctimas que a su vez son agresores,
bien en el mismo u otro contexto. Personas que parecen víctimas cuando no lo son
o personas que se comportan negligentemente en unos contextos y fuertemente competentes en otros que
requieren de más capacidades que los primeros.
En mi experiencia, las personas
son de una elevada complejidad, que no puede simplificarse en nuestras
categorías diagnósticas. Y un trabajo de aceptación de esas personas “malas”,
incluso de la parte “mala” de las personas “buenas”, es imprescindible.
Comprender sus razones sin justificar (ni mucho menos permitir) sus acciones.
El desafío de atender semejante
diversidad requiere de fuertes competencias técnicas y de dominar un juego de
alianzas y estrategias sin las cuales la intervención social no es más que un
bienintencionado intento de resolver un problema.
Creo que ahí está la clave de lo que nos diferencia como disciplina científica frente a un activismo más o menos comprometido que puede desarrollar cualquier persona sin más equipaje que su sentido común o su buena voluntad.
Porque como bien me recuerda Wang, el camino al
infierno está empedrado de buenas intenciones.
Comprender sin justificar. Sutiles matices que marcan la diferencia en las relaciones de ayuda. Excelente reflexión, gracias compañero.
ResponderEliminarMás que matices son técnicas que diferencian la intervención profesional del "buenismo". Saludos.
Eliminar¿Qué puedo decir? Que es así. Entender la complejidad marca la diferencia. Me ha encantado, Pedro.
ResponderEliminarGracias, Belén. En muchas ocasiones la simplificación es la antesala de la injusticia. Un abrazo.
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