En Trabajo Social, en otras disciplinas afines y en general, en todo lo que tiene que ver con la acción social, se habla frecuentemente de empoderamiento. Es una referencia que forma parte de la intervención social de manera más o menos estable (casi nadie duda de la utilidad ni de la pertinencia del constructo) aunque también es cierto que no todo el mundo lo entiende de la misma manera y se observan diferencias significativas y, en algunos casos, antagónicas.
En mi práctica profesional,
personalmente lo entiendo como trabajar desde las fortalezas y capacidades de
nuestros usuarios (sean individuos, familias, grupos o comunidades) para
incrementar el poder que tienen para solucionar por sí mismos sus problemas.
Lamentablemente, también desde mi
práctica me descubro en algunas ocasiones haciendo lo contrario.
Mayoritariamente por la presión del contexto, pero a veces, lo confieso,
también por comodidad… me encuentro desarrollando intervenciones
asistencialistas y no potenciando, sino sustituyendo, las capacidades de
esos usuarios.
En estos casos, a veces el
problema o la situación se solucionan, aunque las más de las veces suelen
cronificarse. Pero siempre el usuario queda más debilitado y con menos
capacidades para responder a la siguiente contingencia vital que atraviese. En
ese momento, el proceso de ayuda será todavía más difícil y el riesgo de
repetir la intervención inadecuada más alta, con lo cual se establece un
círculo perverso, con un deterioro progresivo de la situación del usuario.
Pero me he ido un poco por las
ramas, pues no era del empoderamiento de los usuarios de quien quería hablaros.
Quería hablar del nuestro.
Es una contradicción importante y
una dificultad para el trabajo de empoderamiento el que nosotros, como
profesión no estemos empoderados. Por muchas razones, (algunas de ellas se
desarrollan en este artículo que os
recomiendo) los trabajadores sociales cada vez tenemos menos poder.
Poder entendido únicamente como
la capacidad para cambiar las cosas, sin entrar en otras disquisiciones
“weberianas” sobre la autoridad y la dominación. Y de esa capacidad, cada vez
vamos más escasos.
Tal vez tenga que ver con que tenemos una concepción del poder en términos de dominación-sumisión. Es algo en lo que me hizo pensar nuestra compañera bloguera Belén Navarro, en la última entrada de su blog. Mientras escribía estas reflexiones, ella en su entrada nos hacía esta pregunta: ¿Queremos realmente abandonar la gestión de prestaciones o son, aunque nos avergüence admitirlo, un mecanismo de poder profesional? ¿Estamos dispuestas a decirles adiós?
Por mi parte, yo quiero tener "poder profesional". Esto es, capacidad e influencia para cambiar cosas en las personas y en las familias, aquellas cosas que las dañan y las limitan. Aunque considero que las prestaciones económicas son instrumentos muy limitados para ello, no reniego de las mismas en este sentido. Sí reniego, naturalmente, cuando se utilizan para sojuzgar, chantajear o controlar, de la misma manera que no entiendo el poder en esos términos.
Por otra parte, otro factor que influye es que, actualmente, se espera del Trabajo
Social, al menos en el marco de los servicios sociales, que limiten su función
a un contexto evaluativo y que apliquen con objetividad y sin interpretaciones
los criterios para el acceso de los ciudadanos a los servicios y prestaciones
que se supone garantizan sus derechos.
Con matices, considero poco útil
esta función evaluativa, y creo que hay profesiones que podrían hacerla mejor.
Creo que como trabajadores sociales nos corresponde el diagnóstico, y tal y
como entiendo éste la subjetividad y la interpretación no me generan ningún
problema. Al contrario, creo que forman parte de él. Pero eso también es otro tema.
En todo caso, las leyes y
normativas que se promulgan cada vez van más (creo que equivocadamente), por la
línea de la objetividad y la evaluación, considerando que así se garantizan
mejor los derechos de los ciudadanos. Creo sinceramente que eso nos quita poder
(insisto que sólo en términos de poder modificar las cosas, sin ningún otro
juicio de valor sobre su ejercicio). Y creo que si no tenemos poder, somos
inútiles y por tanto, prescindibles. Vista la deriva del Sistema de Servicios
Sociales, no está lejos la desaparición de nuestra figura en el mismo.
Tan prescindibles somos que, por
otro lado, llevamos tiempo presenciando cómo las funciones que se supone
deberíamos realizar son ejecutadas por cualquier persona en cualquier contexto.
Ante un problema determinado hay
tres grupos de funciones que hay que realizar. La definición del problema (QUÉ
PASA), su diagnóstico (POR QUÉ PASA) y su posible solución (QUÉ DEBE HACERSE).
Obviaremos por el momento otras referencias como a quien, desde cuándo o para
qué…
Bien. La respuesta a esas tres
preguntas, ante cualquier tipo de problemática social es contestada por
cualquier tipo de profesional o persona. Cualquiera se siente legitimado para
definir, diagnosticar y decidir la solución. La médico, el maestro, el
político, la vecina, el activista, el voluntario… todo el mundo sabe más y
mejor que nosotros lo que pasa en una situación y lo que debe hacerse. Y con
frecuencia, lo más que se espera de nosotros es que apliquemos las soluciones
que ellos han decidido o dadas por buenas. Lo cual a veces nos sitúa en alguna
paradoja espacio-temporal como el tener que aplicar soluciones que no existen…
En cualquier caso, creo que
nuestra profesión no está hoy reconocida ni legitimada para responder esas
preguntas. O al menos, sin salirse del rango de lo política o socialmente
correcto. El poder, en nuestro caso, es una falacia, una quimera o una ilusión…
Y sin poder, difícilmente podemos
empoderar. No se puede dar lo que no se tiene. O como suele decir Wang: sin
poder, no se puede.
Menuda entrada, Pedro, he tenido que esperar al fin de semana para digerirla y comentarla. Hay tres cuestiones que me gustaría compartir: la referida al poder, las prestaciones y lo objetivo-subjetivo.
ResponderEliminarCon respecto al poder, he leído el artículo y comparto gran parte de lo que dice, aunque con matices. Si bien es cierto que existe un sesgo negativo en cuanto al poder y comparto que nuestra profesión no lo está, no veo tan clara la causa efecto "estamos empoderados y empoderamos", opino que es más complejo. Las profesionales de la medicina están empoderadísimas y no generan precisamente empoderamiento en sus pacientes (como su propio nombre indica). Creo que mayores dosis de empoderamiento no generarán más empoderamiento para las personas atendidas en este contexto neoliberal. Opino que el trabajo social como disciplina, al margen de los asuntos internos corporativos, debe promover procesos de autonomía en lo individual-familiar y de emancipación en lo grupal-comunitario porque no entiendo el poder como el artículo sino como un instrumento coercitivo. Debo tener el sesgo muy arraigado en el tuétano, pero en todo el caso es para mí un medio para obtener autonomía y emancipación.
Con respecto al contexto evaluativo, completamente de acuerdo. En este sentido opino que el cacao profesional deviene del cuadro estupendo que pusiste en tu entrada anterior. No nos pagan para ser objetivos, nos pagan para ser subjetivos, es decir para interpretar, el problema es que confundimos subjetivo con arbitrario, del mismo modo que proactivo con positivo (a estas dos confusiones quiero dedicarle una entrada).
Las prestaciones: En el contexto actual yo las desterraría del mapa. Hendrickson tiene razón, desde mi punto de vista, cuando afirma que hasta que no desaparezcan de la mesa no estaremos en condiciones de promover procesos de autonomía, organizar cuidados, y todo eso que se supone que queremos hacer. En un marco organizativo alternativo yo tampoco renegaría de ellas, porque como todo, con un uso razonable tienen su utilidad.
Por último, te felicito por la entrada. Llevo toda la semana rumiándola.
Gracias, Belén, por compartir tus reflexiones. Estoy en línea con lo que dices y que intentaba expresar en la entrada: tenemos un sesgo negativo del poder. Y efectivamente, no hay relación causa-efecto (cada vez creo menos en esas causalidades que nos enseñaron)y las cosas son muy complejas. Creo que estar empoderado (tener poder, vaya) es condición imprescindible para empoderar. Pero no es suficiente; como bien señalas hay que tener otras actitudes y cualidades.
ResponderEliminarUna profesora, hace ya unos años, me enseñó que poder se escribe con "p", no con "j". Lamentablemente hay quien se confunde.
Con respecto a las prestaciones, suscribo la necesidad de que desaparezcan del sistema, creo que no le han hecho ningún bien al mismo.
Un abrazo fuerte.