En dos de mis entradas anteriores, compartí un par de imágenes sobre lo que hemos venido en denominar “enfoque de derechos” en la intervención social, tan de moda en estos momentos. Con la metáfora del corral y el diálogo de besugos he intentado representar algunas dudas y claroscuros con los que, a mi parecer, se ha desarrollado este modelo. Hoy voy un poco más allá y, a pesar del refrán, le pongo unas palabras.
Muy resumidamente lo que pretende
este enfoque es centrarse en los beneficiarios como titulares de derechos, y no
como receptores de acciones asistenciales.
Es un enfoque que, en sus
elementos teóricos, no tiene apenas discusión. Otra cosa es su pragmática.
En las concepciones
tradicionales, basadas en otras nociones, (como por ejemplo la de necesidad),
se generaban dialécticas que vamos a llamar “verticales”, en las cuales el
sujeto era evaluado en su situación por un profesional al que discrecionalmente
correspondía la prescripción de un recurso de entre los disponibles para
solucionar los problemas diagnosticados en dicha situación.
Esta verticalidad y los juegos de
poder inherentes a la misma eran fuente de no pocas complicaciones,
(discrecionalidad vs. desigualdad; función de control social y otros que no
vamos a desarrollar) que pretendieron solucionarse implementando otros
enfoques, entre los cuales el enfoque de derechos sociales que estamos
analizando se ha terminado imponiendo.
De tal manera que venimos
asistiendo a una progresiva expansión del mismo, que poco a poco ha ido
colonizando todo el lenguaje profesional, hasta el punto que se han sustituido
conceptos y denominaciones tradicionales (prestaciones, servicios sociales,
recursos…) por otras como derechos sociales, derechos de ciudadanía…
Por otro lado se están sustituyendo términos profesionales como
valoración, o prescripción, (que situaban el poder en el profesional)
por contenidos como evaluación, o elección, (donde el poder se
transfiere al ciudadano) con los que parece que nos encontramos más cómodos.
El desplazamiento del foco del
profesional, (central en las concepciones clásicas), al sujeto protagonista
definido en el enfoque de derechos hace que se haya prestado una especial
atención a las cuestiones relativas a la participación, una práctica y un concepto
imprescindible en este enfoque.
El problema surge, como digo, en su
desarrollo. Implantar este modelo no es la sencilla tarea de definir y
denominar algunas cuestiones como derechos sociales. Se trata de sustituir unos
conceptos por otros, unas prácticas profesionales por otras, reformar en
profundidad unos marcos legislativos y reorganizar unos presupuestos que
tradicionalmente han venido dedicando pocos recursos a lo social. Y todo ello
en un marco social en el que los derechos humanos están siendo cuestionados y
sacrificados en aras de la religión, la seguridad o el mercado.
No es por tanto tarea fácil, y
así nos encontramos con una mezcla de modelos, conceptos, prácticas y
normativas en las que conviven bastante confusamente diferentes maneras de
entender y desarrollar la intervención social.
Lo cual genera no pocas
contradicciones. Por ejemplo se definen prestaciones como derechos sociales y
para ejercerlos (conseguirlas) se exigen tantas condiciones y se ponen tantas
trabas que el asunto queda casi exclusivamente en manos del azar. Bajo la
denominación de “garantía de derechos” encontramos auténticas loterías. O pretendemos garantizar con instrumentos
inadecuados (como las rentas mínimas, sin ir más lejos…) unos derechos sociales
exigiendo unas contraprestaciones que los contradicen.
Creo que todavía falta mucho para
que en la práctica se consolide este enfoque de derechos sociales. Y también
que se está comenzando a quedar obsoleto. Creo necesario un nuevo enfoque, aún
no conozco ni intuyo bien por dónde podría ir, que dé respuesta de verdad al
verdadero reto de cualquier comunidad: que todas las personas puedan vivir en
ella con dignidad, independientemente de sus circunstancias.
Cosa que hasta ahora, a pesar de
tantos modelos, no hemos conseguido.
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