Últimamente ando un poco en plan "abuelo Cebolleta", rememorando algunos casos que me tocó atender en mis comienzos como trabajador social. El otro día me sorprendí contándole a Wang el caso que os voy a relatar.
Fue un caso que atendí con el entusiasmo y la inexperiencia propia de quien comenzaba en la profesión. Inés era una anciana de edad indefinida, de esas de las que casi podíamos decir que siempre habían sido ancianas, que no habían tenido juventud, ni niñez. Probablemente hubiese sido así, en la España en la que vivieron no había lugar para muchos niños ni jóvenes.
Vivía en los bajos de una casa vieja, prácticamente en ruinas, en las afueras del pueblo, sin apenas el equipamiento básico para sobrevivir. Un grifo con un lavabo en la única habitación que hacía las veces de cocina, dormitorio, salón y despensa. Una cama en un rincón y dos sillas desvencijadas con una mesa camilla en el otro. Un gran armario ocupaba casi por completo una de las paredes y en la otra tan sólo un minúsculo ventanuco que apenas iluminaba la habitación.
A pesar de no tener baño ni luz eléctrica, ni la anciana ni la casa estaban sucias. Lo que sí transmitían ambas era una amarga tristeza. Una gran pesadumbre te envolvía en cuanto entrabas en la casa, recuerdo perfectamente la sensación.
Inés no tenía historia. Siempre había vivido allí. No se le conocía familia y siempre había sobrevivido con una mísera pensión de orfandad. Ella tan sólo nombraba a una sobrina que tenía en Barcelona y que decía que solía ir a visitarla y ayudarle. Los vecinos nunca la vieron. Apenas hablaba ni tenía relaciones con nadie. De vez en cuando salía a comprar a la tienda del pueblo y una vez al año, para la Fiesta Mayor, se le veía sentada en uno de los bancos de la Iglesia.
Poco a poco, las enfermedades y los años comenzaron a pesarle demasiado. Como sucede en los pueblos pequeños, los vecinos, preocupados por lo que para ellos era una evidente necesidad de cuidados para la anciana, nos llamaron. Pero Inés no quería ayuda de nadie. Tuve que visitarla muchas veces para que, (supongo que aquel día la pillé desprevenida), aceptase el servicio de ayuda a domicilio. Lo disfrutó poco. A mí me sorprendía entonces que lo que más valoraba de la auxiliar es que la ayudaba a peinarse y "ponerse guapa", como solía decir.
Un día Inés enfermó gravemente y quedó en la cama. Los servicios médicos no consideraron su ingreso en un hospital (era inmiente su muerte) y yo intenté que pasase sus ultimos días en una residencia, sin conseguirlo. La auxiliar de hogar que la atendía se convirtió en su única compañía en esos momentos. Olvidándose de horarios, la auxiliar se comprometió con ella y pasaba muchas más horas de las asignadas con Inés. Yo pasaba todas las mañanas a verla y en una de esas visitas, Inés murió.
Nunca había visto morir a nadie, y me sorprendió la manera en que lo hizo. Ines simplemente exhaló un suspiro y la auxiliar dijo "me parece que ha muerto". Acercándole un espejo a la cara, se cercioró de que no respiraba. Llamamos a los servicios médicos, quienes certificaron la muerte.
A la auxiliar y a mí, lo comentamos luego en muchas ocasiones, nos embargó una gran tristeza. Inés no merecía una muerte así. Siempre he pensado que ni los servicios sanitarios ni los servicios sociales estuvimos a la altura que Inés necesitaba. Se merecía una muerte más digna, en un hospital o residencia, donde pudieran garantizarle los cuidados que precisaba en esos momentos.
Pero no los obtuvo. Para la administración sanitaria y social de aquellos años dedicar una cama de hospital o residencia para esa anciana prácticamente desconocida y sin familiares, era un gasto innecesario.
En estos tiempos de recortes en los servicios, cuando la gente enferma, dependiente o necesitada, parece no importar; cuando las personas se sitúan detrás de lo que cuesta atenderlas y su bienestar se mide en términos de rentabilidad yo me acuerdo muchas veces del caso de Inés.
Porque estoy viendo que en España estos casos cada vez son más frecuentes. Porque cada vez hay más personas abandonadas a su suerte. Porque no importan, porque no son rentables o sostenibles para el sistema.
Porque este país me huele cada vez como la casa de Inés. A opresión, a injusticia, a tristeza, a oscuridad y pesadumbre.
Yo con Inés fracasé. Pero desde entonces sigo luchando y confiando en que llegará un día en que no sucederán más casos como el de ella y que las personas vivirán (y morirán) con la dignidad que se merecen.
Un día Inés enfermó gravemente y quedó en la cama. Los servicios médicos no consideraron su ingreso en un hospital (era inmiente su muerte) y yo intenté que pasase sus ultimos días en una residencia, sin conseguirlo. La auxiliar de hogar que la atendía se convirtió en su única compañía en esos momentos. Olvidándose de horarios, la auxiliar se comprometió con ella y pasaba muchas más horas de las asignadas con Inés. Yo pasaba todas las mañanas a verla y en una de esas visitas, Inés murió.
Nunca había visto morir a nadie, y me sorprendió la manera en que lo hizo. Ines simplemente exhaló un suspiro y la auxiliar dijo "me parece que ha muerto". Acercándole un espejo a la cara, se cercioró de que no respiraba. Llamamos a los servicios médicos, quienes certificaron la muerte.
A la auxiliar y a mí, lo comentamos luego en muchas ocasiones, nos embargó una gran tristeza. Inés no merecía una muerte así. Siempre he pensado que ni los servicios sanitarios ni los servicios sociales estuvimos a la altura que Inés necesitaba. Se merecía una muerte más digna, en un hospital o residencia, donde pudieran garantizarle los cuidados que precisaba en esos momentos.
Pero no los obtuvo. Para la administración sanitaria y social de aquellos años dedicar una cama de hospital o residencia para esa anciana prácticamente desconocida y sin familiares, era un gasto innecesario.
En estos tiempos de recortes en los servicios, cuando la gente enferma, dependiente o necesitada, parece no importar; cuando las personas se sitúan detrás de lo que cuesta atenderlas y su bienestar se mide en términos de rentabilidad yo me acuerdo muchas veces del caso de Inés.
Porque estoy viendo que en España estos casos cada vez son más frecuentes. Porque cada vez hay más personas abandonadas a su suerte. Porque no importan, porque no son rentables o sostenibles para el sistema.
Porque este país me huele cada vez como la casa de Inés. A opresión, a injusticia, a tristeza, a oscuridad y pesadumbre.
Yo con Inés fracasé. Pero desde entonces sigo luchando y confiando en que llegará un día en que no sucederán más casos como el de ella y que las personas vivirán (y morirán) con la dignidad que se merecen.
Dignidad, últimamente es una palabra que ronda continuamente mi cabeza. En mi opinión, tiene mucho que ver con la libertad y con decisiones basadas en opciones personales con alto contenido en los propios valores. Difícil pues para los otros valorar la dignidad de las conductas ajenas, inevitablemente aplicamos nuestros valores y nuestros deseos en iguales condiciones. Pero nuestras condiciones nunca son iguales, por lo tanto nuestras decisiones no son muy útiles para valorar la dignidad de los actos, o de los entornos, de los demás.
ResponderEliminarDignidad deriva del adjetivo latino digno y se traduce por «valioso». Hace referencia al valor inherente al ser humano en cuanto ser racional, dotado de libertad y poder creador, pues las personas pueden modelar y mejorar sus vidas mediante la toma de decisiones y el ejercicio de su libertad. Creo que la muerte de Inés fue muy digna. Digna desde el punto de vista de sus deseos, respetuosa y acorde con su entorno y con su vida y me resulta difícil pensar en otro entorno donde ella se sintiese mejor. Aunque yo también estoy aplicando mis valores, mi experiencia y mis deseos porque en ningún momento nos cuentas ¿Qué quería Inés? ¿Cuál era su deseo? ¿crees que de poder hubiese cambiado algo?...
Gracias Ana, por comentar y compartir tus reflexiones. No lo sé. Uno de los regustos amargos que me dejó este caso es ese: la sensación de que Inés quiso vivir allí, pero tal vez hubiera preferido morir en otro sitio, recibiendo más cuidados que los que recibió. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir esta experiencia con nosotros. Gracias por tus palabras y por la reflexión. Desgraciadamente no somos superhéroes, pero en estos tiempos que corren parece que tenemos la obligación de serlo aunque sea un poquito.
ResponderEliminarCuando vistamos una camiseta naranja, acordémonos de Ines, y de tantas personas que, como ella, sufren día a d´ñia las injusticias de los políticos que sólo entienden la vida en términos de "rentabilidad". Por cosas como estas me hice trabajadora social. Gracias.
Jemi Sánchez.
Por una vez, sin que sirva de precedente, no estoy del todo de acuerdo contigo. No conseguísteis un recurso mejor, pero fuisteis un gran recurso, lo único que tuvo esa persona fue a vosotros , a los servicios sociales. De no estar vosotros habría muerto sola, en el sentido literal y en el metafórico.
ResponderEliminarGracias por la entrada y por vuestro trabajo.
Qué complicado es esto del trabajo social. Es amarga la sensación de fracaso pero aún peor es la inmunidad de la indiferencia. Magnifica entrada....
ResponderEliminarAcepto tu desacuerdo esta vez Joaquín. Nuestros servicios sociales están plagados de historias como ésta, historias que los que están diseñando la reforma local y las políticas sociales hoy ni conocen ni les importa. Gracias a ti.
ResponderEliminarGracias Belén. Complejo trabajo el nuestro, tienes razón. Por eso merece la pena, aunque muchas veces no sea reconocido. Saludos.
ResponderEliminarPedro, creo que planteas un tema al que todos nos enfrentamos con no poca frecuencia. Sólo un comentario a tu hermosa exposición.No comparto tu "desazón"por el "fracaso" de no conseguir que Inés acabase sus días en un equipamiento residencial,(toda vez que nos indicas que la atención médica no lo exigía).Hiciste lo que un trabajador social debe hacer.Conseguir que tu acercamiento permita establrcer una
ResponderEliminarrelación terapéutica, proporcionar in recurso de apoyo en el hogar que facilitara su estancia en el medio que había elegido y ACOMPAÑAR hasta su último momento. La duda sobre si debiera haber sido trasladada a un centro suele venir (cuando no existen razones médicas o de protección del usuario que lo exijan) del inconsciente colectivo que deriva su responsabilidad personal (familiar, ciudadana o profesional) hacia la institución, desertando de la responsabilidad personal mediante su sustitución por una supuesta y difusa solidaridad social institucional.
Sugerentes y atinadas reflexiones, Juan. Gracias por compartirlas. Creo que reflexionaré sobre lo que planteas en una próxima entrada. Saludos.
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