Cuando nos encerramos en casa para intentar frenar el Coronavirus todavía no éramos muy conscientes del alcance de la pandemia. Ni sus consecuencias sociales, económicas y personales. Probablemente aún no lo sepamos.
Ya hay voces profetizando
que lo que está sucediendo supondrá un antes y un después en nuestras
sociedades, y que emergerá un nuevo orden mundial presidido por nuevos valores
y nuevas formas de relación. Hay quienes se inclinan hacia una deriva
totalitaria y autoritaria y quienes lo hacen hacia nuevas formas de cooperación
y solidaridad entre humanos.
Otras voces plantean que
esto no es más que un episodio más y que, tarde o temprano, volveremos a
nuestras certezas y nuestras miserias. Tal vez algún proceso que se venía
intuyendo se vea acelerado, pero poco más. Esta experiencia no hará que nuestro
nivel de aprendizaje se incremente lo suficiente como para cambiar permanentemente
las cosas.
Yo no sé que pensar.
Probablemente no sea ni una cosa ni otra, o tal vez, una combinación de ambas.
Es seguro que esta experiencia nos va a hacer valorar más algunas cosas: la
vida, las relaciones sociales, el valor de lo público, los cuidados… y también
que nuestra inercia hará que a pesar de ello no nos comportaremos de manera
diferente a como lo hacíamos antes. También es seguro que perderemos libertades
(aunque este es un proceso que ya había surgido antes del virus), aunque tal
vez se ponga sobre la mesa avances en algunos derechos sociales…
En cualquier caso, es pronto
para juzgar y valorar todo esto que nos está pasando. Por lo menos para mí.
Carezco de datos o instrumentos de análisis como para aventurar qué va a
suceder. Ni tan siquiera en el ámbito en que me muevo, los Servicios Sociales.
¿Qué está suponiendo?
¿Qué supondrá todo esto para nuestro Sistema?
Pues ni idea.
Mi experiencia en el Sistema
y los pocos datos a los que voy teniendo acceso me hacen pensar para los
Servicios Sociales lo mismo que para la sociedad en general. Ni supondrá una
revolución de sus cimientos (ojalá), ni sus efectos pasarán inadvertidos.
Probablemente suponga en el fondo acelerar el proceso hacia el lugar al que ya
caminábamos de modo imparable. Hacia la total asunción de funciones
asistenciales dentro de una posición residual respecto del resto de sistemas en
la política social.
Por otra parte, no creo
que lo que estamos haciendo ahora en Servicios Sociales pueda servirnos para
saber qué somos, qué debemos hacer o cómo lo tenemos que hacer. Ahora estamos
en tiempos de supervivencia, y las emergencias son tiempos de actuar con poco
tiempo para pensar.
El tiempo para la
reflexión vendrá después y más nos vale centrarnos entonces en qué queremos ser
y no en lo que hicimos durante la crisis. Porque creo que lo que estamos
haciendo no es cualitativamente diferente a lo que hacíamos antes. Naturalmente
hemos cambiado la forma, pero por lo demás hacemos lo que sabemos, podemos o a
lo que estamos acostumbrados.
Esa reflexión posterior requiere
de tener voluntad de hacerla. Voluntad de la sociedad en general (mirando de
verdad las grandes problemáticas sociales y renunciando al parche tranquilizador
e ineficaz que los Servicios Sociales suponemos para las mismas) y voluntad de
nuestro sistema (definiéndonos en otro lugar diferente al que ocupamos).
Esta crisis, como
sociedad, nos ha pillado con los deberes sin hacer. Está muy bien eso de “quédate
en casa”. Como si todo el mundo tuviera casa y no hubiera un insoportable número
de personas y familias que no la tienen o, al menos, no en las condiciones
necesarias. Como si todo el mundo pudiera quedarse en casa y no ver peligrar
sus necesidades básicas de higiene o alimentación.
El debate de la vivienda o
la supervivencia material para todos tendremos que hacerlo en algún momento.
Ojalá tras esta crisis sea el momento. Porque no podemos seguir dejando que
esos problemas caigan en la responsabilidad de la solidaridad espontánea social
o con los parches que Servicios Sociales podemos poner.
Se llama hacer trampas, y
tal vez sea hora de dejar de hacerlas.
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