sábado, 26 de noviembre de 2016

Bancos de alimentos

Wang y yo solemos hacer la compra una vez a la semana. Hoy, al llegar a nuestro supermercado habitual, nos hemos encontrado con dos voluntarios que estaban recogiendo productos destinados a uno de los múltiples bancos de alimentos que se han extendido (al parecer de forma incuestionable e imparable) por toda nuestra geografía.


Lo que sigue a continuación, lo podéis imaginar. Uno de los voluntarios, en voz alta, nos pregunta si queremos colaborar con ellos, entregándonos una bolsa donde meter los productos que queramos entregarles, tras nuestro paso por caja.

Cuando rechazo la bolsa, con un amable "no, gracias", me veo obligado a hacerlo ante los dos voluntarios, tres cajeras del supermercado, dos jubilados que acababan de entrar detrás de mí y una joven pareja con dos niños que andaban correteando por el lugar.

Por una milésima de segundo, el tiempo se paró. ¿Cómo puedo ser tan mala persona para no colaborar con esta iniciativa? ¿En qué tipo insolidario e insensible me he convertido? Incluso Wang: -¿pero qué te cuesta coger la bolsa y entregarles una bote de lentejas o una botella de aceite?

Así que, aquí me tenéis. Ya que he tenido que mostrar en público mi insensibilidad y mi falta de compasión hacia las necesidades más esenciales de algunos de mis congéneres, he decidido escribir esta entrada para confesar mis pecados.

-Me llamo Pedro, soy trabajador social y no colaboro con los bancos de alimentos.

De momento, me niego a colaborar con estas formas de nueva beneficencia. Me niego a aceptarlos como la solución a los problemas, como una especie inevitable de mal menor ante la dejadez y la inoperancia de nuestros gobernantes con la  protección social y los derechos sociales.

Sé que han ganado. Sé que la ideología se ha impuesto. Sé que los bancos de alimentos, las tómbolas benéficas, las recogidas de juguetes, los rastrillos y  campañas solidarias han vuelto para quedarse. El Estado no va a ocuparse de la protección social (por convicción, por falta de recursos, o por una combinación de ambas cosas), así que ha de ser la sociedad civil quien lo haga.

Ya sé que tendría que dejarme de filosofías, que la gente tiene que comer, que hay gente que está pasando hambre y que eso justifica en sí mismo cualquier iniciativa, bajo cualquier forma y de cualquier modo. ¿Quién puede argumentar nada en contra de los bancos de alimentos?

Como digo, aquí me tenéis. Pensando, seguro que de forma equivocada, que todas estas iniciativas forman parte del problema, no de la solución. Que la pedagogía que se transmite con ellas no nos conduce a una sociedad con menos problemas, ni más justa, solidaria o protectora con los débiles.

De momento, no estoy colaborando con estas iniciativas. Pero no sé cuanto tiempo resistiré. Wang empieza a enfadarse conmigo...



Si queréis profundizar un poco más en el tema, os pongo este enlace a un artículo con el que no estoy de acuerdo del todo, pero que contiene algunos datos para reflexionar.


lunes, 21 de noviembre de 2016

Hormigas zombi y otras adorables criaturas

Al igual que en primavera se produce la explosión de colores y luces que las flores proporcionan, en invierno y vísperas de Navidad eclosionan también otro tipo de flores: las iniciativas benéfico-asistencialistas, que aunque están presentes todo el año, renacen en estas fechas con un renovado protagonismo.


Vengo reflexionando a menudo en este blog sobre este tipo de iniciativas en el que una entidad privada se dedica a recaudar fondos, bajo diversas formas, con los que atender las necesidades sociales de algún sector desfavorecido de la sociedad.

Hemos hablado de lo ineficaces e inapropiadas que son estas medidas,  y que en el fondo no sirven sino para acallar nuestra conciencia, sentirnos buenos y vivir con la fantasía y con la ilusión de que estamos haciendo algo contra la injusticia, la pobreza o la desigualdad social.

También de lo parecidas en el fondo que son estas iniciativas con muchas de las políticas públicas que se están desarrollando contra la pobreza y la exclusión social y de cómo estas medidas de corte asistencialista se han instalado profundamente en nuestros servicios sociales, a modo de virus tremendamente contagioso que amenaza con fagocitarnos por entero.

Wang me dice que lo que nos está pasando puede ser muy parecido a lo que les pasa a las llamadas "hormigas zombi" cuyo cerebro es invadido por un hongo parásito, que toma el control de su sistema nervioso central y obliga al insecto a trepar, sin quererlo, por el tronco de una planta hasta una de sus hojas. Allí, la hormiga muere invadida por ese hongo que utiliza su cuerpo para esparcir nuevamente sus esporas. Una vez que el hongo invade el cerebro de la hormiga, ésta no tiene ninguna posibilidad de actuar de forma libre, ni posiblemente, tenga conciencia de lo que le está pasando.

Supongo que esas pobres hormigas no se lo preguntarán, pero yo sí estoy hace tiempo preguntándome cómo no hemos acertado con ninguna vacuna para este virus. Por un lado, la presión de la población para que los servicios sociales "hagamos algo" ante las situaciones de sufrimiento que la pobreza causa lleva a muchos de nuestros políticos (y también a muchos técnicos, no nos engañemos) a implementar compulsivamente (sin demasiada reflexión y con urgencia, dos ingredientes del fracaso seguro...) medidas y parches variados.

Medidas y parches que, además de confundir el objeto de los servicios sociales, no consisten en otra cosa que en realizar una exigua transferencia de renta hacia los sectores más pobres de la sociedad, absolutamente ineficaz (además de bastante cara) tanto para solucionar el problema  en términos estructurales como de forma individualizada.

Pero parece que hacemos algo, y así nos quedamos tranquilos. Demasiado parecido a la sensación de dar limosna, como digo.

Y es que los servicios sociales siempre estamos bajo la presión social. Presiones hay de muchos tipos: desde las que dicen que no debemos ayudar a esa "cuadrilla de vagos" que no se esfuerzan lo suficiente, hasta las que defienden que debemos subvenir todas las carencias y necesidades de los "pobrecitos pobres" que acaban de descubrir. Lo más triste es que la presión va en términos de dar o no dar dinero; exigua función la que se nos atribuye.

Creo que no estamos respondiendo de forma adecuada a este tipo de presiones sociales. No estamos oponiéndonos con la fuerza necesaria a esta deriva asistencialista, ni estamos proponiendo contundentes alternativas. Como técnicos, a veces nos refugiamos en que esa presión social (de la ciudadanía y/o de los políticos) es demasiado fuerte. Pero este argumento no me explica en su totalidad lo que nos está pasando.

A veces pienso que a muchos técnicos, en el fondo, nos parecen bien este tipo de iniciativas y, desde un cómodo pragmatismo, creemos que es lo mejor que se puede hacer. Otros no nos sentimos tan cómodos con las mismas, pero no terminamos de ver que merezca la pena o que nos salga rentable oponernos a ellas. 

Por momentos pienso que Wang ha vuelto a acertar con su metáfora. Mientras, por mi parte, últimamente vengo ensayando con algún antídoto. Tal vez os lo cuente otro día. Y como vosotros sin duda también estareís haciendo ensayos, os agradeceré que compartáis vuestros avances con los antídotos en los comentarios.

martes, 15 de noviembre de 2016

Teoría de los estratos (I)

Las teorías sobre la estratificación social pretenden explicar y representar la desigual distribución de los bienes, rentas y otros atributos socialmente valorados que se da en una sociedad determinada.



           El otro día Wang me explicaba cómo en su país esta estratificación social era muy fuerte, con una sociedad dividida en, al menos, siete clases sociales, desde los poderosos funcionarios a las clases campesinas y proletarias pobres e intentábamos compararlas con las que podíamos identificar en España.

           En cualquier caso, independientemente del país o comunidad a la que se apliquen, las distintas teorías dividen a la sociedad en grupos de personas que comparten similares atributos, ocupando por tanto un nivel parecido dentro de la escala social que así se crea. Unas ponen el acento en las rentas, otras en la cultura, otras en los bienes y servicios a los que se tiene acceso, otras en diferentes cuestiones y rasgos como la edad, la raza o la religión… Y según dónde se  puntúe se habla de castas, niveles sociales, estatus social, clases sociales…

Todas estas teorías y sus autores son de sobras conocidos por cualquier persona a la que le interese medianamente la comprensión de la sociedad actual. No haré por ello un resumen de las mismas, pues este blog tiene un carácter más divulgativo que académico, pero sí  señalo que en ellas está enmarcado el concepto que intento transmitir.

Al igual que la sociedad está estratificada los usuarios de servicios sociales también lo están. En el caso de éstos últimos los estratos particulares estarían determinados por el nivel de bienestar. Nivel de bienestar que no estaría definido por la posesión o acceso a bienes y recursos, sino más bien en términos convivenciales y relacionales.

Entendemos por tanto que el objetivo de los servicios sociales sería posibilitar que sus usuarios superasen su actual nivel de bienestar y accediesen a otro superior, donde tendrían unas mejores condiciones vitales y un menor nivel de sufrimiento.


Mi hipótesis, elaborada en mis casi treinta años de ejercicio profesional, es que salvo en contadas ocasiones, todas las prestaciones y servicios sociales que se diseñan y se implementan no consiguen que las personas cambien de estrato. Sólo producen en ellos ligeros cambios de nivel, pero siempre dentro del mismo estrato de partida. Y cuando de modo excepcional lo consiguen, se trata de accesos a niveles superiores no duraderos ni estables en el tiempo: tarde o temprano la persona volverá a encontrarse en su estrato inicial.

          Pareciera que en servicios sociales hemos tomado como guía la célebre frase de Augusto Murry:
 "Si podéis curar, curad; 
si no podéis curar, calmad; 
si no podéis calmar, consolad."

          y hemos convertido el consuelo en el único remedio que le ofrecemos a la mayoría de las situaciones de sufrimiento humano que encontramos.

En el fondo, es como si la frontera entre cada estrato fuese infranqueable. Hay distintas explicaciones para ello, desde las más psicológicas que ponen el acento en las dificultades personales hasta las más sociológicas, que puntúan en los elementos de la estructura social. Para mí, uno de los más relevantes es la falta de coordinación entre las diferentes políticas sociales y el insuficiente desarrollo de las mismas (de forma sangrante el de las políticas de vivienda y de garantía de ingresos, con gravísimas deficiencias las de servicios sociales y las de empleo, y con muchos problemas las de salud y las de educación).

               Pero de este análisis de las políticas sociales desde esta óptica nos ocuparemos en otra entrada.

lunes, 7 de noviembre de 2016

De lo nuevo y lo viejo



En dos de mis entradas anteriores, compartí un par de imágenes sobre lo que hemos venido en denominar “enfoque de derechos” en la intervención social, tan de moda en estos momentos. Con la metáfora del corral y el diálogo de besugos he intentado representar algunas dudas y claroscuros con los que, a mi parecer, se ha desarrollado este modelo. Hoy voy un poco más allá y, a pesar del refrán, le pongo unas palabras.


Muy resumidamente lo que pretende este enfoque es centrarse en los beneficiarios como titulares de derechos, y no como receptores de acciones asistenciales. 

Es un enfoque que, en sus elementos teóricos, no tiene apenas discusión. Otra cosa es su pragmática.

En las concepciones tradicionales, basadas en otras nociones, (como por ejemplo la de necesidad), se generaban dialécticas que vamos a llamar “verticales”, en las cuales el sujeto era evaluado en su situación por un profesional al que discrecionalmente correspondía la prescripción de un recurso de entre los disponibles para solucionar los problemas diagnosticados en dicha situación.

Esta verticalidad y los juegos de poder inherentes a la misma eran fuente de no pocas complicaciones, (discrecionalidad vs. desigualdad; función de control social y otros que no vamos a desarrollar) que pretendieron solucionarse implementando otros enfoques, entre los cuales el enfoque de derechos sociales que estamos analizando se ha terminado imponiendo.

De tal manera que venimos asistiendo a una progresiva expansión del mismo, que poco a poco ha ido colonizando todo el lenguaje profesional, hasta el punto que se han sustituido conceptos y denominaciones tradicionales (prestaciones, servicios sociales, recursos…) por otras como derechos sociales, derechos de ciudadanía…

Por otro lado se están sustituyendo términos profesionales como valoración, o prescripción, (que situaban el poder en el profesional) por contenidos como evaluación, o elección, (donde el poder se transfiere al ciudadano) con los que parece que nos encontramos más cómodos.

El desplazamiento del foco del profesional, (central en las concepciones clásicas), al sujeto protagonista definido en el enfoque de derechos hace que se haya prestado una especial atención a las cuestiones relativas a la participación, una práctica y un concepto imprescindible en este enfoque.


El problema surge, como digo, en su desarrollo. Implantar este modelo no es la sencilla tarea de definir y denominar algunas cuestiones como derechos sociales. Se trata de sustituir unos conceptos por otros, unas prácticas profesionales por otras, reformar en profundidad unos marcos legislativos y reorganizar unos presupuestos que tradicionalmente han venido dedicando pocos recursos a lo social. Y todo ello en un marco social en el que los derechos humanos están siendo cuestionados y sacrificados en aras de la religión, la seguridad o el mercado.


No es por tanto tarea fácil, y así nos encontramos con una mezcla de modelos, conceptos, prácticas y normativas en las que conviven bastante confusamente diferentes maneras de entender y desarrollar la intervención social.

Lo cual genera no pocas contradicciones. Por ejemplo se definen prestaciones como derechos sociales y para ejercerlos (conseguirlas) se exigen tantas condiciones y se ponen tantas trabas que el asunto queda casi exclusivamente en manos del azar. Bajo la denominación de “garantía de derechos” encontramos auténticas loterías.  O pretendemos garantizar con instrumentos inadecuados (como las rentas mínimas, sin ir más lejos…) unos derechos sociales exigiendo unas contraprestaciones que los contradicen.

Creo que todavía falta mucho para que en la práctica se consolide este enfoque de derechos sociales. Y también que se está comenzando a quedar obsoleto. Creo necesario un nuevo enfoque, aún no conozco ni intuyo bien por dónde podría ir, que dé respuesta de verdad al verdadero reto de cualquier comunidad: que todas las personas puedan vivir en ella con dignidad, independientemente de sus circunstancias.

Cosa que hasta ahora, a pesar de tantos modelos, no hemos conseguido.