lunes, 15 de septiembre de 2014

Tapones de plástico y gomas de borrar


Cuanto más nos adentramos en la difícil situación socio-económica que nos ha dejado la crisis, más proliferan las iniciativas que apelan a la solidaridad ciudadana para resolver las necesidades de alguna persona o colectivo que precisa de ayuda. Viejas formas de acción social que ¿han vuelto para quedarse?



Septiembre. Tras el verano comienza el curso escolar y todo vuelve a la rutina pos-vacacional. Y con la rutina, la explosión de iniciativas solidarias para atender tal o cual necesidad.

En este blog venimos hablando con frecuencia de este fenómeno. A quien le interese el tema puede consultar mis entradas: “De la ciencia a la caridad” o “La epidemia de la caridad”. También os recomiendo “Beneficencia”   en la que hablo de la regresión que han experimentado las políticas sociales en la administración pública.

A cualquier observador interesado no le pasará inadvertido que no hay un solo día en el que no aparezca una noticia de este tipo. Antes fueron las campañas de alimentos. Ahora es la época del material escolar. Asociaciones, entidades, ayuntamientos, grupos de vecinos… todos lanzados compulsivamente a la recogida y reparto de material escolar para los niños cuyas familias tienen dificultades para pagarlos.

Y por supuesto, todo sumido en la mayor descoordinación. Por momentos pareciera que interesa más el protagonismo de la entidad que promueve la iniciativa (enrollada, sensible y solidaria como ella sola) que la verdadera resolución de la problemática o la eficacia última de la actuación.

  • ¿Análisis previo de las necesidades? -¿Para qué? Cada entidad conoce alguna familia necesitada. Eso basta para saber que existe el problema.

  • ¿Evaluación del impacto, o los resultados? -¡Oiga!, que bastante tenemos con el reparto.
  • ¿Coordinación de entidades? -¿Qué pretenden, controlar nuestra labor?

Ante semejante fenómeno creo que los servicios sociales deberíamos poner algo de cordura. La ineficacia de muchas de esas actuaciones, la estigmatización que producen, el despilfarro de recursos que debieran ser utilizados de otra manera… requieren que denunciemos muchas de estas actuaciones y que propongamos cambios sustanciales en el desarrollo de otras tantas.

Tarea ingente para la que no estamos legitimados en el contexto actual. El modelo que se propone por parte del Estado es precisamente potenciar este tipo de actuaciones y nuestra Sociedad tiene un claro déficit histórico con respecto a la herencia benéfico-asistencial que a duras penas se empezaba a superar en las últimas décadas.

Los servicios sociales quedamos así atrapados. Por un lado, por un Estado que no reconoce derechos sociales y que considera que debe dejar en manos de la sociedad y de la iniciativa privada la satisfacción de las necesidades de la gente; por el otro, por una Sociedad que legitima, aplaude y pone como ejemplo estas formas solidarias de ocuparse de las mismas.

Lo mismo sucede con otra de las iniciativas que más desasosiego me causan: las recogidas de tapones para pagar los tratamientos médicos de niños enfermos. Cada vez que conozco un caso de éstos me da una punzada el estómago. ¿Cómo puede condenarse a una familia al oprobio de esta nueva mendicidad para que su hijo reciba un tratamiento médico? ¿Cuánto hay de anhelos, engaños y de vagas esperanzas? ¿Dónde queda la denuncia, concreta y constante, de los responsables de que esos niños no reciban en su entorno y junto a los suyos los tratamientos necesarios?

Por momentos siento que hemos perdido la batalla. Todo esto ha vuelto (nunca conseguimos que se fuera del todo) para quedarse.

Bienvenidos al Siglo XIX. Aplaudamos el nuevo altruismo y la filantropía de los tapones de plástico y las gomas de borrar.

Es lo único que nos va a quedar.



lunes, 8 de septiembre de 2014

Niño, deja ya de joder con la pelota...

L@s amig@s que teneís la amabilidad de seguir este blog y aguantar las reflexiones y sandeces que  este humilde titiritero de la acción social suscribe, sabéis que hay unos cuantos temas que me preocupan especialmente. Entre ellos, el ejercicio de la política local y en concreto las manifestaciones y desatinos de algunos alcaldes. Así que no podíamos dejar pasar más tiempo sin comentar la propuesta que está haciendo el Partido Popular sobre la elección directa de alcaldes y el gobierno de la lista más votada.


Siempre he trabajado en la administración local, lo cual me ha permitido conocer de primera mano la función pública de numerosos concejales y alcaldes. Al mismo tiempo que he conocido personas que han ocupado estos cargos con una voluntad de sacrificio, honestidad y afán de servicio público encomiables, he conocido otras (lamentablemente con demasiada frecuencia), cuyo único interes era su beneficio particular y su única guía para la política el permanecer en el cargo.

He visto mancillar en numerosas ocasiones esta noble función de la política local por personajes de oscuros intereses, con graves carencias en lo personal y en lo profesional, tomando medidas y decisiones que han perjudicado gravemente a los ciudadanos y a la comunidad, sin la mínima conciencia de los efectos que producían.

Así que, cuando nuestro inefable presidente del gobierno de la nación propone la reforma de la ley electoral, de manera que la lista más votada sea la que se ocupe del gobierno municipal, (excluyendo la posibilidad de gobernar con pactos entre listas minoritarias), me embarga el desasosiego de saber que, de salir adelante, la reforma causará no pocos desajustes y problemas en la administración local.

Es obvio que dicha reforma responde únicamente a intereses partidistas, pero también a una especie de ideología de concentración del poder a la que tanta querencia tiene este partido. En vez del consenso, los pactos, el diálogo, las cesiones... prefieren el "ordeno y mando", convencidos de que así la política es más eficaz. Ese es el problema.

La reforma ha sido en muchos ámbitos tildada de "caciquil", oportunista, anti-democrática... Suscribo la mayoría de las críticas. Concentrar el poder en un único partido y en un alcalde me parece una mala noticia y ciertamente peligrosa. Desde mi experiencia en la administración local, a más concentración del poder más ineficaces y peligrosas son las medidas de gobierno. Mucho más riesgo de corrupción, de despilfarro y, en general, de políticas que beneficien a unos pocos y no al conjunto de los ciudadanos, y mucho menos a los ciudadanos que peor lo pasan.

Naturalmente, esgrimen para su defensa el respeto a la voluntad de la mayoría ciudadana. Lo tramposo de este argumento se demuestra con un poco de aritmética básica. Supongamos que a unas elecciones municipales concurren tres partidos. El Partido A obtiene el 40% de los votos. El Partido B y el Partido C obtienen un 30% cada uno. Con la reforma propuesta gobernaría el Partido A directamente, sin posibilidad de que B y C pudieran sumar sus fuerzas para oponerse a sus políticas, a pesar de que entre ambos superasen ampliamente al primero.

Supongamos ahora que B y C tengan una coincidencia en sus programas de un, digamos 80%. Y que ambos no coinciden en nada con el Partido A. ¿Cúal sería en este caso la voluntad popular?  ¿Que se desarrollase el programa del Partido A, al que apoyan 40 personas de cada 100? ¿O que entre B y C desarrollasen el programa común, que es apoyado por 48 personas de cada 100? ¿Qué es más democrático?

Todo en un sistema democrático tiene sus pros y sus contras. Y que una reforma electoral sea necesaria puede ser debatido. Listas abiertas, compromiso con los programas electorales, sistemas de representatividad, cuotas de proporcionalidad... Pero nada de eso figura en la propuesta.

Propuesta que, además, se hace a pocos meses de las elecciones, en una clara estrategia electoralista. Tan evidente es que pretenden cambiar las reglas a mitad de partido que recuerdan a esos grupos de niños en los que las reglas del juego las pone el dueño de la pelota. Ahora el dueño de la pelota (mayoría absoluta) la tiene el PP. Por tanto se juega como él quiere, por irracional, absurdo y aburrido que parezca el juego.

Y es que el juego lo único que pretende es sustituir los alcaldes por caciques. Como si no tuviéramos ya bastantes.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Silencio

En estos tiempos, uno ya no sabe qué es verdad ni qué es mentira. Pero la noticia de que el PP pretende prohibir que los funcionarios públicos se manifiesten me la creo. Me parece coherente con el estilo de gobierno que han instaurado, con su ideología y, sobre todo, con su miedo.



Como funcionario público, he leído la noticia y casi me atraganto. Aunque, como os digo, tras reflexionar un poco, me parece que no hay nada de lo que sorprenderse. Que el Partido Popular pretenda que los funcionarios nos quedemos callados ante sus tropelías (de las que en muchas ocasiones somos testigos de excepción) no es sino la demostración de cómo entienden la administración y, en el fondo, la democracia.

Porque esta cuadrilla piensa que la administración pública es su cortijo y que los funcionarios no podemos expresar ningún tipo de desacuerdo con las políticas que ejecutan. Y para impedirlo, nada mejor que mostrar su autoritarismo mediante la instauración de diversas sanciones a los funcionarios que se atrevan a contradecirles.

Para esconder lo que no es sino una estrategia para conservar el poder a toda costa, exhiben el argumento de que los funcionarios debemos ser neutrales. En concreto, parece que argumentan entre otros el Artículo 52 de la Ley 7/2007 del Estatuto Básico del Empleado Público, que dice lo siguiente:

“Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres".

A pesar de lo denostados que estamos los empleados públicos y de todos los prejuicios que caen sobre nosotros (y que en muchas ocasiones los gobernantes se afanan interesadamente en alimentar), la gran mayoría de los funcionarios que conozco cumplen con creces este artículo. Algunos no, justo es decirlo, pero la vocación de servicio público, y por tanto el empeño en dar el mejor servicio posible a la ciudadanía es algo mayoritariamente extendido en la administración. Otra cosa son los medios que se están poniendo a nuestro alcance para desarrollar este servicio, o la nefasta organización e ineficaz e incompetente dirección que desde el poder político se impone para dicho desarrollo.

Por otra parte, no veo en los artículos que se esgrimen ningún argumento para intentar evitar que nos pronunciemos y nos manifestemos ante lo que consideramos injusto. Es más, creo que es una obligación nuestra el denunciar y poner de relieve cuantas medidas políticas vulneren los derechos de los ciudadanos. En el ámbito del Trabajo Social creo que es además algo inherente a nuestra profesión.

Sin entrar en razones históricas o de identidad profesional, en lo más concreto podríamos citar, por ejemplo, el Artículo 39 de nuestro Código Deontológico, que viene a decir lo siguiente: "El/la profesional del trabajo social debe dar a conocer a los responsables o directivos de la institución u organismo donde presta sus servicios, las condiciones y medios indispensables para llevar a cabo la intervención social que le ha sido confiada, así como todo aquello que obstaculice su labor profesional."

Así mismo podríamos aludir al Artículo 34, que viene a decir algo parecido, o al 46, que nos recuerda nuestra "responsabilidad principal hacia la persona usuaria" para lo cual debemos "proponer los necesarios cambios de política, procedimientos y actuaciones".

De modo que está claro: manifestarse contra las políticas de recortes y vulneradoras de derechos humanos y sociales que está desarrollando este gobierno no es sólo nuestro derecho.

Es además, desde nuestra responsabilidad, una obligación.